domingo, 1 de marzo de 2020

Esperanza

Cada mañana, Esperanza salía temprano de su casa. Le acompañaba Roxana, una mujer boliviana que cuidada de ella las 24 horas del día. Cuando llegaba a la esquina, saludaba a Luis, el frutero, uno de los pocos locales tradicionales que aún no se había convertido en supermercado chino, apartamento turístico o tienda de móviles. Luis había llegado al barrio en los años 70. Y ahí seguía. Esperanza conocía esos callejones como la palma de su mano. No podía evitar que le vinieran las imágenes de su niñez. Por ese mismo lugar correteaba y jugaba con las otras niñas del barrio. Las casas siempre estaban con las puertas abiertas, algo que hoy era imposible de ver. 

Derecha, izquierda, derecha de nuevo y allí estaba, como cada día, frente a la basílica. Puntual a su cita. A Esperanza le empezaban a temblar las manos cuando avanzaba por la plaza en dirección al atrio. Sentía que los iba a volver a ver. Les visitaba todas las mañanas. Rosario, Sentencia y su madre, la que le dio el nombre. Pero al entrar no podía evitarlo. El rostro se le entristecía. Su cabeza, de manera instintiva, giraba hacia la izquierda, al lugar donde yacía el hombre que mandó asesinar a su padre y violar a su madre. 

En 1936 ella tenía 5 años y una tarde estaba jugando en el rincón del salón. De una manera caleidoscópica recordaba cada grito de su padre. Cada insulto de los hombres armados que entraron en su casa. Cada llanto de su madre. Aquel día fue la última vez que vio a su padre, era de hecho el único recuerdo que tenía de él: apresado y golpeado. También fue la última vez que vio a su madre con un vestido que no fuera negro. Desde entonces y hasta el día de su muerte, la madre vistió de luto por el asesinato de su marido. Esperanza no sabía ni leer ni escribir, pero sí escuchaba la radio, veía la televisión y, sobre todo, conocía sus sentimientos. Ni siquiera sabía de política. En casa nunca se había hablado de eso. Su padre era un honrado panadero que trabajaba para buscar el porvenir de su familia. Jamás perteneció a ningún grupo político ni expresó idea política en público. Si habían ido a por él, era únicamente por ser amigo de la infancia de un destacado miembro del partido de la Unión Republicana. Su madre decía que "la política es cosa de hombres", por tanto, menos se le había oído hablar sobre ello. Lo que Esperanza no entendía es como había políticos hoy en día que decían que sus recuerdos actuales eran cosa del pasado. Su dolor estaba demasiado presente cada día como para ser algo pasado. Aquel día de 1936 unos hombres - comandados por Queipo de Llano - habían cambiado su historia por completo. Hoy ese monstruo con forma humana recibía el amparo de su otra madre, aquella virgen con la que aprendió a rezar. Esperanza nunca logró entender cómo eso era posible.

El pasado miércoles fue por última vez a la basílica. Ella no lo sabía y se despidió, como siempre, diciendo "Hasta mañana, madre mía". Al mediodía se sintió mal y sus hijos la llevaron al hospital. El viernes el Cristo de la Sentencia pasó por la puerta de su casa. Poco después, la imagen llegaba en andas a las puertas del hospital donde ella había fallecido horas antes. Como si hubiera sido enviado por su madre Macarena para ir en busca de Esperanza. Esa mujer, que en 90 años apenas faltó unos pocos días a su cita, ahora ya está a su vera. Para hablarle ya no tendrá que pasar al lado del genocida que mandó matar a su padre y violar a su madre, el cual, a buen seguro, arderá por los siglos de los siglos en el infierno, aunque en el mundo terrenal sigamos cometiendo el error de tenerlo bajo el amparo de la madre de Dios. 

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